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Friday, March 05, 2010

Aita Patxi, capellán de gudaris



Hombre de poca plática, pero de mucha práctica. Así era, según quienes lo conocieron, Victoriano Gondra Muruaga. Así era el capellán de gudaris, la persona que se ofreció para ser fusilada en lugar de otros dos presos y, sobre todo, el pasionista religioso que se desvivió durante toda su vida por ayudar a los más necesitados. Así era Aita Patxi. Alguien "muy piadoso" y fiel "cumplidor de las normas", pero "capaz de saltárselas" si con ello contribuía a hacer lo que consideraba justo. Lo que consideraba bueno. Un hombre, como le definían, de pocas palabras y muchos hechos, que ya en vida fue tratado por algunos como santo y cuyo proceso oficial de canonización por parte del Vaticano se encuentra, precisamente, en camino.

"Dentro de los religiosos, era una persona atípica. Pero no por ser raro sino por ser diferente, en el buen sentido. Nosotros -los alumnos del seminario de Gabiria- siempre tuvimos la impresión de que se trataba de un sacerdote especial. Desde un principio. Llevaba en su interior algo que los demás, siendo también buenos, no tenían", asegura Martzel Andrinua, igualmente pasionista y una de las personas que conoció de cerca a Aita Patxi. "Se entregó totalmente al servicio de los que él llamaba hermanos presos, tanto si eran vascos católicos como si eran asturianos comunistas", añade Hilari Raguer, monje benedictino y autor de una extensa biografía sobre su vida (Aita Patxi. Prisionero con los gudaris).

su vida

Arrieta, marzo de 1910

Ambos conocen como pocos la historia de Gondra Muruaga y ambos seguirán muy de cerca los actos de su centenario. Porque hoy mismo se cumplen cien años de su nacimiento en la localidad de Arrieta (Bizkaia) y, mañana, se iniciarán las actividades programadas para su conmemoración. Actos que se prolongarán durante todo un año y que recordarán la trascendencia histórica de su figura y los hechos que protagonizó. Su vida y su labor.

La infancia que tuvo en una familia religiosa de labradores, el origen de su vocación, su paso por el Colegio Apostólico de Gabiria, su noviciado en el santuario alavés de Nuestra Señora de Angosto (donde fue revestido con el hábito pasionista y recibió el nombre de Francisco de la Pasión), sus estudios de Filosofía y Teología en Tafalla y Deusto o su ordenamiento como sacerdote en el Santuario de San Gabriel y Santa Gema de Irun. Todo estará presente, más que nunca, en el año de su centenario.

Y, por supuesto, lo que ocurrió después de ese ordenamiento. Lo que sucedió durante y después de la Guerra. Lo que le llevó a convertirse en Aita Patxi. Su movilización como capellán del Batallón Rebelión de la Sal del Ejército Vasco, su cuidado a los heridos, su implicación en la asistencia a las víctimas tras el bombardeo de Gernika, su captura como prisionero en el llamado Cinturón de Hierro (por negarse a decir que se había pasado al otro bando), su paso por diferentes cárceles (en una de ellas coincidió con Esteban Urkiaga Lauaxeta y rezó ante su celda en las horas previas a su muerte) y su integración en el Segundo Batallón de Trabajadores con destino al frente de guerra en Madrid. Todo eso estará también presente este año.

Porque el de Victoriano Gondra es uno de esos casos que sirven como ejemplo de algo y que, según sostienen Raguer y Andrinua, no conviene olvidar. "Se ha querido presentar la Guerra Civil como una cruzada de los católicos contra los comunistas, pero los católicos nacionalistas vascos rompen este esquema, porque estuvieron del lado de la República. Era insólito, y muy enojoso para las autoridades franquistas, verlo en un batallón de trabajos forzados, aferrado a los harapos de su hábito religioso, empeñado en celebrar la misa y dirigir el rezo del rosario de los gudaris", comenta a ese respecto Raguer, para quien Aita Patxi es "un caso límite del drama de Euskadi". "Su caso es muy aleccionador y, en un mundo tan agresivo y violento como éste, puede favorecer a amansar y a desarrollar otra manera de pensar", agrega Andrinua.

doble ofrecimiento

Simulacro de fusilamiento

Los episodios más conocidos de Aita Patxi llegaron, precisamente, tras su captura, cuando, hasta en dos ocasiones, se ofreció para ser fusilado en lugar de otro preso (en una de ellas incluso se organizó un simulacro para ver si hablaba en serio). "Y ninguno de los condenados era vasco ni católico", subrayan los dos religiosos. "He hablado con muchos que compartieron su cautiverio y todos se deshacen en elogios de su caridad. Más de uno me dijo yo soy agnóstico, pero en el Dios de Aita Patxi sí creo", señala Raguer en relación a la trascendencia que aquellos ofrecimientos tuvieron en su momento.

Tiempo después, con la Guerra ya terminada, Victoriano Gondra regresó a Euskadi. Primero a Deusto, más tarde al noviciado de Angosto y, después (en 1954), de nuevo a Deusto. Eso sí, nunca habló de la Guerra. "Por miedo a hacernos daño o por exponerse a hablar mal de alguien, nunca la mencionaba. Sólo se refirió a ella cuando, por obligación, tuvo que escribir sus memorias en sendos libros en euskera", asegura Martzel Andrinua, que también coincidió con él en Álava.

Con la vista "siempre en tierra", sin levantar los ojos "más allá de los tres o cuatro metros", Aita Patxi se mostraba como un hombre "serio, pero cercano y amable". Una persona que seguía centrada, sobre todo, en la ayuda a los demás, y que nunca guardó rencor hacia las autoridades eclesiásticas que habían censurado su implicación con las tropas republicanas (aseguraba que sólo defendía Euskadi). Especialmente en Bizkaia, recorría hospitales, casas y pueblos -sobre todo de zonas rurales- para ofrecer asistencia a los ancianos y a los enfermos.

de pueblo en pueblo

"El fraile del autostop"

Fue entonces cuando a Aita Patxi se le empezó a conocer como El fraile del autostop, porque utilizaba ese sistema para ir de un pueblo a otro, o como El fraile del rosario, porque invitaba a rezarlo a quien le dejaba subir en su coche (de hecho, él no llevaba reloj y contaba el tiempo en función de la duración de los rezos). Compaginaba su labor sacerdotal con esa ayuda directa a los más necesitados y, poco a poco, se fue haciendo muy conocido.

Y así transcurrieron los años hasta que, en 1974, Aita Patxi falleció víctima de la leucemia. Se apagó entonces su vida, pero no su legado. Ni su figura. Una esencia, ésta, que, en vísperas de su santificación, y en el centenario de su nacimiento, está ahora más presente que nunca.

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